Casi medio siglo

Alguna vez me pregunté por mi entusiasmo por trabajar con TICs en áreas tan complejas como el aprendizaje, la educación o la comunicación. Es que el camino recorrido en mi propia formación ha resultado maravilloso.

Inicié la escuela primaria con desesperación allá por 1958, hace casi medio siglo. Me veo acompañando a mi hermano mayor hasta la esquina, camino a la escuela, y regresando como si nada a mis juegos en casa. En la escuelita del pueblo no aceptaban alumnos que no tuvieran 6 años cumplidos. Aprendí­ a contar haciendo palotes en el cuaderno, usando los dedos y un contador de madera pintado de verde que habí­a traí­do mi abuelo paterno.

Para cuando estaba terminando la primaria, las enormes calculadoras mecánicas a manivela empezaron a convertirse en pequeños aparatos que funcionaban a pilas. En segundo año del colegio industrial debo haberme encontrado con las primeras calculadoras pequeñas. Las cientí­ficas llegarí­an más tarde. Todavía entonces, el sueño tecnológico que acariciábamos era tener una regla de cálculo para quinto y sexto año. Despuntando la década del setenta, las calculadoras se podí­an usar en el colegio solamente en algunas clases y siempre y cuando supiéramos resolver los problemas prescindiendo de ellas.

Mi primer trabajo profesional fue como proyectista mecánico en una compaí­a que hací­a dosificadores electromecánicos para producir hormigón. Allí­ hice mis primeros intentos relacionados con la automatización de procesos y el control a distancia, y descubrí­ un campo que me resultó deslumbrante.

Casi diez años después de haber obtenido el título de Técnico Mecánico había incursionado en la gráfica y además trabajaba como productor de audiovisuales. Disponía de un pequeño equipo que consistía en dos proyectores de diapositivas que se transportaban en una valija que, al vaciarla, podía convertirse en un parlante; y un sincronizador analógico capaz de grabar un programa de comando en una cinta de audio. De esta manera, un pasacintas de automóvil, convenientemente adaptado, podía controlar el encendido de las lámparas de los proyectores y el avance de los carrouseles con diapositivas en una pista, y reproducir una banda sonora en la otra. El resultado: la proyección podí­a repetirse cuantas veces uno quisiera, siempre igual. Hasta entonces, el proceso de sincronización de dos proyectores y audio se realizaba en forma manual, dependiendo siempre de la habilidad del operador.

Recuerdo esta época como de ruptura y una de las más crí­ticas en cuanto a la necesidad de desarrollar un pensamiento tecnológico para comprender lo que estaba sucediendo. ¿Cómo plasmar lo que hací­a, en el nuevo lenguaje? Lo más difí­cil no era operar el equipo, sino traducir las historias, con sus picos de tensión y emociones, a la lógica elemental de una secuencia de dos lámparas que se encendían y apagaban alternativamente y dos motores de arrastre que solamente avanzaban un lugar por vez.

Para 1982 ingresé a trabajar como asistente de dirección en una de las productoras de espectáculos audiovisuales más importantes del paí­s. El equipamiento ya no era de dos proyectores, sino de doce, quince o dieciocho y comandados por una pequeña computadora Eagle que tení­a 6K de memoria. El operador debí­a usarla para generar un programa de comando para los proyectores y ella permití­a asociar esta información con una secuencia secundaria a la que se le llamaba clocktracking, que permití­a mantener el sincronismo a lo largo de todo el programa.

Esta información digital se volcaba luego en una cinta de cuatro pistas y se obtení­a entonces sonido estéreo y data de comando en el mismo soporte.

Fueron tiempos difí­ciles pero de gran aprendizaje y durante los cuales el pensamiento expresivo, mediado por lo tecnológico necesitó repensarse y regenerarse una y otra vez.

El lenguaje de los audiovisuales perdía la batalla comercial contra el VHS video y el sistema prácticamente desapareció del mercado.

Yo volví­ a trabajar en la industria gráfica, cuando empezaba su meteórica carrera hacia la digitalización. Primero como coordinador de producción publicitaria en una gran editorial y más tarde tuve un taller de fotocomposición (Seco & Serif) en el que trabajábamos componiendo textos y titulares en pantallas ciegas. La aparición de las primeras Macs me obligó a cerrarlo y volvió a plantearme la necesidad de reaprender lo que creí­a que ya sabía.

Para 1987 era docente de Morfologí­a en la Carrera de Diseño Gráfico en la UBA y discutí­amos con los colegas si aceptar o no los trabajos prácticos de los alumnos, procesados en computadoras de mesa.

Para cuando me fui de la Universidad, cinco años más tarde, nadie hací­a nada de otra manera que no fuera utilizando equipos de computación.

La primera portable que tuve me abrió las puertas a la posibilidad de trabajar sin una locación fija. Presentaba el trabajo al cliente, volví­a al estacionamiento, corregía y rediseñaba dentro del auto. Luego iba a los talleres y encargaba las copias finales.

La segunda, equipada con más memoria, procesador más potente y modem incorporado, me abrió las puertas de Internet, me llevó a las listas de discusión, a la posibilidad de estudiar y aprender de fuentes lejanas y me obligó a pensar en cómo interactuar con mucha más información de la que manejaba. Casi sin darme cuenta estaba leyendo en pantalla con más naturalidad que en el papel.

Para entonces habí­a dedicado muchas horas a capacitarme en el manejo de diferentes aplicaciones y no querí­a seguir invirtiendo ahí­. Mi salida de la ciudad me puso, sin embargo, frente a la necesidad de aprender a programar html.

Las primeras páginas que puse en el ciberespacio me introdujeron en una dimensión que hasta entonces desconocí­a: la Web puede funcionar como un gigantesco cerebro colectivo… si somos capaces de construir metodologí­as para hacerlo. Aunque de esto sabemos muy poco, ocupados como estamos en defender conductas que más parecen corresponder al universo de los simios.

El paso del modem telefónico a la conexión de banda ancha ocurrió en mi camino casi simultáneamente con el desarrollo explosivo de la llamada Web 2.0. La de la colectivización, la de las folksonomí­as, la de la inundación de las narrativas fragmentarias, apoyadas en los blogs y en los llamados videos digitales. La de las redes de pensamiento. La de la interacción con las cámaras satelitales, con los meta buscadores, con las enciclopedias colectivas…

Muchas de las tareas que hasta hace poco tiempo realizaba a la par de otros, ahora me encuentro haciéndolas con otros. Algunos de mis compañeros de viaje viven en lugares remotos. A otros no los conozco más que por fotos, por haber escuchado su voz en un archivo de podcasting, en un programa de radio via Web o por teléfono. Pero leo lo que escriben, pienso y discuto con ellos. Aprendo. Aprendemos. Estamos a cada lado de la lí­nea.

No podemos predecir exactamente hacia dónde nos dirigimos. Estamos probando con lo que hacemos y lo que pensamos. A todos nos preocupa que la fascinación por lo tecnológico no nos oculte que el pensamiento necesita validarse contra otros. Que es un hacer que no puede reemplazarse por un tener aunque, a veces parezca que estos conceptos, por el camino del desarrollo tecnológico en el contexto del mercado capitalista, van camino a la colisión.

Hace 48 años empecé contando con los dedos, haciendo palotes y usando un ábaco de madera verde que habí­a traí­do mi abuelo a la casa paterna… Me siento realmente afortunado. El viaje, hasta acá, está resultando maravilloso.

Fuente de la imagen: Dynamic Duo