Chau Lucio, por suerte fui un desobediente

El domingo 21 de junio, llegando el invierno se fue Lucio Cerdá. De repente mi casa y mis cosas empezaron a llenarse de una tristeza extraña. No fuimos amigos, en el sentido más llano de la palabra. Pero me alegro de haberlo conocido. Tuvimos un par de intercambios de esos que tallan marca y hacen que uno sienta la pérdida como propia. Vaya uno a saber qué carambolas y cuántas resonacias se pusieron en marcha para que eso sucediera así­. Me alegro de haber sido desobediente. Por eso lo conocí­.

A comienzos del 83 Lucio habí­a publicado una nota sobre Felisberto Hernández en Clarí­n, que yo leí con especial delectación. Ahí­ estaba retratado el Felisberto del que se hablaba en mi casa paterna. Le mandé copia a mi madre (hermana menor de Felisberto) que entonces viví­a en Lima. Sin hacer ningún comentario ella se la mandó a Deolinda (la tí­a Ronga, para nosotros), a Montevideo.

En pocas semanas recibí­ carta de Ronga pidiéndome por favor que entregues la carta que adjunto, personalmente , en la redacción de Clarí­n, para tener la seguridad de que la recibió. Mirta me envió el artículo de Lucio Cerdá, a quien escribo y te enví­o copia. Aunque la carta sea mala es mejor que nada ¿no crees?  Sólo deseo que la entregues sin identificarte. Gracias.

Ahora que Lucio, Ronga y mi madre ya no están, yo voy a decir (perdón, tí­a) que desobedecí­ aquel deseo. Y me alegro de haberlo hecho. Lo llamé a Lucio y arreglamos encontrarnos en La Opera (Corrientes y Callao, en Buenos Aires). Ahí­ le di la carta que leyó, creo, con el mismo placer con que yo habí­a leido su artí­culo.

Me contó que lo último que hubiera esperado era que su trabajo provocara una respuesta de la familia. Y menos en esa dirección: Ronga le manifestaba su desagrado. Estaba complacido. Aquella respuesta era la evidencia de que habí­a logrado calar hondo en la mirada.

Nos vimos un par de veces más, hablamos por teléfono y muchos años después volvimos a encontrarnos gracias a Facebook. Entonces aceptó hacer una pequeña semblanza sobre si mismo y su experiencia de lector en el blog red Aprender y Cambiar.

Y como las relaciones son puentes entre mundos apasionantes y apasionados, a mí­ se me ocurrió que la mejor manera de recordarlo era publicar (desobediente al fin) aquel artículo y el enojo de Ronga.

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Clarí­n Cultura y Nación. Página 6. Buenos Aires, jueves 10 de marzo de 1983.
La obra narrativa del uruguayo Felisberto Hernández

Desolación y desamparo

Por Lucio Cerdá

felisbertolucioEl oficio de escribir suele asemejarse a la tarea de desenredar un viejo nudo de cordel: exige paciencia, una feroz tenacidad y dolor en los dedos. Pero también la literatura constituye un obrar ético desde el momento que denuncia la ambigüedad, prescribe los mitos. Quizás la función del escritor es, sobre todo, edificar un promontorio sobre las zonas más tenaces del silencio.

El hombre habita esa zona evanescente de lo limítrofe, respira el indefinible aroma de lo precario. Somos un manojo admirable y terrible de contradicciones; aceptarlo fue una porfiada tarea de la literatura.

Felisberto Hernández, escritor y pianista, deambulador de puebluchos en tardes polvorientas fue uno de los escritores rioplatenses que mejor pudo desnudar el absurdo, recorrer lo siniestro, aventurarse en el ambiguo universo humano. Nació en Atahualpa, al borde de Montevideo, en 1902. Su biografí­a desgrana una sucesión patética de pobrezas apenas disimuladas por los cuidados de sus cuatro esposas, incapaces para Felisberto de contener sus obsesiones.

Puede decirse que Felisberto Hernández sobrellevó su genio con los gestos propios de un hombre signado por la desolación y el desamparo. La ironí­a —por momentos terrible—, escepticismo, la imposibilidad de permanecer por mucho tiempo en ninguna otra cosa que no fuera él mismo, lo determinaron a ser protagonista de una suma de abandonos y tristezas: Yo estaba destinado a encontrarme solo con una parte de las personas, y además por poco tiempo y como si yo fuera un viajero distraí­do que tampoco supiera dónde iba (La casa inundada).

No cabe duda que su obrar más radical transitó por la escritura; por ello, leer a Hernández supone internarse en una nada habitual conjetura sobre el mundo. Serí­a difí­cil sostener que su escritura es agradable, mas bien es apasionante. Los cuentos del uruguayo son muchas veces enmarañados; los sucesos que narra, arbitrarios, aburridos, cursis.

Felisberto escribe como piensa, sin filtros estilí­sticos, como si no le preocupara demasiado lo que el lector recibe. De sus textos emana una extraña manera de observar el universo:  Pero me seduce cierto desorden que encuentro en la realidad y en los aspectos de su misterio (…) Soy un espectador ávido, extrañado y otros calificativos o matices que ahora no tengo ganas de buscar aun en los momentos en que la acción es furiosa, complicada (Diario del sinvergüenza y últimas invenciones).

Los cuentos de Hernández detallan, además de una escritura puntualmente elaborada en primera persona (excepto en Las Hortensias), un viscoso contacto con los objetos. Su relación con las cosas posee una resonancia í­ntima, e inversamente envuelve a las cosas de una atmósfera subjetiva, personal, biográfica. En esto (y solamente en esto) se emparenta con Proust; los objetos son acariciados con lujuria, un mueble, un paraguas, una taza o una pollera pertenecen a un reino í­ntimo, sensual.

Felisberto nos cuenta sus pensamientos sin tapujos, con orgullo exhibicionista, con la misma desaprensión, con la misma serena indiferencia con que abandonó a las mujeres con quienes estuvo o de quienes vivió: Primero se veí­a todo blanco; las fundas grandes del piano y del sofá, y otras más chicas en los sillones y las sillas. Y debajo estaban todos los muebles; se sabí­a que eran negros porque al terminar las polleras se veí­an las patas. Una vez que yo estaba solo en la sala le levanté la pollera a una silla; y supe que aunque toda la madera era negra el asiento era de un género verde y lustroso.

En este sentido se tiene la impresión de que las cosas, ese mundo boreal de objetos que rodea a Felisberto, ocluye, reemplaza el vínculo con los seres humanos. El contacto con la realidad o, para decirlo de otro modo, la infinita enredadera que implica ser-en-el-mundo siempre posee un determinado color generado por nuestro espíritu; y es bastante probable que el yo, esa suma confusa de afectos y desatinos, tenga bastante poca probabilidad de elegir la tonalidad preferida. Quizás lo mejor que puede hacer es aceptar que los claroscuros no deben ser olvidados en la inspección de la realidad. Esto, precisamente, hizo Hernández, tal vez sin saberlo, con un deliberado e invencible desgano, con la abulia que esgrimí­a frente a su propia vida, atento solamente a los rumores estrepitosos de sus fantasmas interiores.

El hombre que para ganarse la vida tocaba el piano en cines y puebluchos, el literato taciturno y despreocupado, es sobre todo un ser triste a quien sus amores (excepto su madre Calita, con quien dormía la siesta cuantas veces podía) no le impidieron transitar una insondable soledad: Después pensé que yo me habí­a quedado indebidamente, con la angustia de su voz en la memoria, para llevarla después a mi soledad y acariciarla (La casa inundada). Yo sabí­a aislar las horas de felicidad y encerrarme en ellas; primero robaba con los ojos cualquier cosa descuidada de la calle o del interior de las casas y después la llevaba a mi soledad (El cocodrilo).

Felisberto reproduce el clima de un Uruguay de tristes tardes de pueblo, escribe sobre pequeños seres, escarba las zonas más oscuras del acontecer humano. Desde sus primeras narraciones, Fulano de tal (1925) y Libro sin tapas (1929), pasando por los relatos largos como Por los tiempos de Clemente Colling (1942) y El caballo perdido (1943) hasta sus cuentos de madurez La casa inundada (1962) y Las Hortensias (1964), incluyendo asimismo su póstumo Tierras de la memoria (el escritor murió en 1964), Felisberto Hernández elabora una literatura oblicua, penetra en una realidad torva, extraña, testigo de una existencia alucinada. Sus cuentos no son, como se ha querido ver, fantásticos: no hay en ellos prodigios de tiempo y espacio, tampoco seres poseí­dos ni ví­nculos irreales. En sus relatos se hallan plasmadas con admirable claridad las obsesiones más í­ntimas de un ser entristecido, de un hombre que puso su genio al servicio de la empresa inútil de evitar el sufrimiento.

En algún sentido, Felisberto fue un sacrificado, alguien que se prestó para una experiencia de la cual otros podrí­an extraer profundas conclusiones y una estremecedora cuota de placer.

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Montevideo 30 de mayo de 1983.

Señor Lucio Cerdá

Reciba Ud. Algunas apreciaciones válidas a sus referencias a Felisberto Hernández, en diario Clarín de Buenos Aires, el 10 de marzo de 1983.

En primer término; habla la hermana de Hernández desde Uruguay. Aclaro que soy sólo la hermana, creo que Felisberto no se contagia como el sarampión, si fuera así; Ud. que ha clasificado, penetrado y juzgado al hombre Felisberto a través de su literatura, ya estarí­a contaminado y durmiendo con su mamá.

Ud. dice «con la misma desaprensión, con la misma serena indiferencia con que abandonó a las mujeres con quienes estuvo o de quienes vivió». Hay constancias de que trabajó siempre. SEÑOR, porqué no mecha aquí­ el tí­tulo, desamparo y desolación. Las mujeres no sintieron amor. Amor por el hombre-ser, volví­a a dormir la siesta con lo único auténtico y seguro que le quedaba, después de sus hijas.

Para que no le sea caro, le voy a regalar el relato de un hecho inédito: Cuando ya estaba internado en el Hospital de Clí­nicas, murió a los 3 días de este hecho. Lo rodeaban unos cuantos médicos, una doctora le preguntó ¿Hernández por qué se casó tantas veces? Y él contestó «si yo hubiera sido un campesino, le doy una paliza a mi primera mujer y ya no me caso más».

El oficio de escribir sobre alguien también es futuro. Ya sin futuro hay 3 nietos de Felisberto, de los mayores (de los once que tiene) que se han enterado en Francia y México, que un periodista argentino ha equivocado la biografí­a del abuelo hasta el lí­mite.

Lástima que el periodista Lucio Cerdá sepa más de lo que siente.

De Ud.

Deolinda Hernández
Identidad: 345.208

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Montevideo
Uruguay
T. 391033