Fiesta

o: Cuando los hijos no pueden con los padres

Publiqué este post como respuesta a un visitante de Moebius, a propósito de un artí­culo que levantó Carlos, donde comentaba la mentada (lamentada) fiesta en la Universidad de Formosa.

Hola, soy Gustavo de Córdoba, me parece fantástico, no tiene nada de malo, espero se haga en Córdoba. Lo que pasa que la envidia mata.

¡Menuda confusión, Gustavo!

Aun cuando tu comentario intente solamente tirar una provocación al ruedo, al igual que el hecho que motiva tu intervención, sólo pueden explicarse por la galponización de las instituciones educativas.

Como educador que soy, quiero levantar el guante, no tanto para responderte personalmente como para no dejar pasar la mojada de oreja, en un espacio que me importa preservar y además lee mucha gente.

No se trata de cuestiones morales ni de envidia, sino de límites.
Una de las diferencias visibles entre la organización social humana y la de los animales es que entre nosotros está prohibido el incesto. Hay una Ley que, inscripta en el bagaje simbólico de las personas, regula lo que podemos y lo que no podemos hacer. Esa ley, es la ley paterna, la del dueño de las mujeres, si querés. De ella se desprenden todas las cuestiones que tienen que ver con el funcionamiento de los lazos sociales.

Cuando la prohibición no está clara arriba (en los padres, simbólicamente hablando, en las autoridades), estos deslices empiezan a multiplicarse en los hijos (alumnos?) hasta cualquier punto. Y siempre el camino que se recorre en esa dirección produce sufrimiento y deterioro de las condiciones de equilibrio emocional que necesita un ser humano para mantenerse productivo. Y este impacto se torna más grave toda vez que los actores no tengan herramientas para pensarlo. No sé si este es el caso, pero tengo razones para sospechar que sí­.

Los humanos estamos llenos de opacidades en nuestra interioridad. Si te ponés a escarbar, es posible que encuentres cosas que no te gusten. En vos y en los otros. No estoy diciendo que no haya que escarbar, sino que hay que hacerlo en un ámbito apropiado. ¿Cuántos chicos de los que participaron en ese evento salieron mejor de lo que entraron o la experiencia les sumó algo significativo, en el plano que sea? ¿Qué estaban tratando de mostrar realmente? ¿De verdad creés que se trató solamente de una diversión? ¿Cuáles fueron victimarios y cuáles fueron victimizados por otros? ¿O creés que todos la pasaron bomba? ¿Cuántos salieron lastimados de ahí­ porque se sintieron violentados en su intimidad o hicieron cosas que no deseaban hacer?

Para decirlo en otras palabras, y salvando las distancias, la diferencia entre la pornografía y el erotismo, es que en aquella no hay nada que descubrir, todo está dado, todo está mostrado, no se requiere ningún compromiso de partes. No hay crecimiento subjetivo ni multiplicación. Sólo es posible la repetición, para volver a obtener satisfacción inmediata, en el sentido de la espiral creciente de la adicción.

Algo anda mal en el adicto o en el que busca este tipo de pasadas al acto. Cada quien sabrá dónde le ajusta el sayo.
Cuando además se utiliza, para llevarlo a cabo, una institución socialmente significada como una alta casa de estudios, no puedo dejar de pensar en términos de un vínculo social enfermo. Estamos ante una puesta en escena tí­pica. Algo que se actúa porque no puede hablarse.

Un padre permisivo (las autoridades, el cuerpo docente) y unos hijos que claman por cambiar algo (los alumnos), aun cuando para hacerlo (habida cuenta de que se trata del nivel universitario), muestran que no pueden o no quieren crecer, porque no actúan en dirección a superar al padre (matarlo simbólicamente), sino mostrarse como buenos herederos. Más de lo mismo.

Mientras escribí­a estas lí­neas no he podido dejar de pensar en las palabras de B. Houssay: si usted cree que la educación es cara, pruebe con la ignorancia.

Foto: Recién casados