¡Yo me casé con vos, pero no con tus parientes!

Por Marí­a Esther De Palma* / Publicado por Página 12 el 2 de diciembre de 1999

Una diferencia crucial entre el hombre y todos los demás animales es que es el único con parientes polí­ticos. En cada etapa de la vida de la familia humana está involucrada la familia extensa, mientras que en las otras especies hay discontinuidad entre las generaciones. Por lo tanto, el matrimonio no es meramente la unión de dos personas, sino la conjunción de dos familias que ejercen su influencia y crean una compleja red de subsistemas.

En la mayoría de las culturas, las ceremonias que rodean al nacimiento, la pubertad, el matrimonio y la muerte son protegidas, como algo crucial para la estabilidad de la vida. Aunque el acto simbólico del matrimonio tiene un significado distinto para cada uno, es ante todo un acuerdo de que la joven pareja se compromete mutuamente de por vida. Cuando la pareja casada comienza a convivir, debe elaborar una cantidad de acuerdos necesarios para cualquier par de personas que viven en í­ntima asociación. Deben acordar nuevas maneras de manejarse con sus familias de origen, sus pares, los aspectos prácticos de la vida en comón y las diferencias sutiles y gruesas que existen entre ellos como individuos.

La joven pareja también debe diseñar modos de encarar los desacuerdos. La mayoría de las decisiones está influida no sólo por lo que cada uno aprendió en su respectiva familia, sino también por las intrincadas alianzas con los padres, que constituyen un aspecto inevitable del matrimonio. Como dice J. Haley (en su libro Terapias no convencionales), el arte del matrimonio incluye el que la independencia se alcance mientras se conserva la involucración emocional con los respectivos parientes. Asimismo los valores culturales inciden en las decisiones que procuran resolver distintas situaciones. Un elemento importante en la sociedad occidental del siglo XX es el criterio de individualidad, y el valor amor. Esto llevóa muchos jóvenes —y adultos— a considerar al matrimonio como fuente de toda gratificación, sin trabajar todas las dificultades que es necesario sortear para vivir bien. Esto crea una cantidad de expectativas y de exigencias puestas en el otro, que por cierto no siempre son fáciles de satisfacer, pues la convivencia significa esfuerzos y renunciamientos. La convivencia es un trabajo, y como tal debe ser cumplido con responsabilidad.

Asimismo, la creencia era que el matrimonio sólo afectaba a una pareja, un joven y una joven; pero no es así­, ya que cuando se realiza un matrimonio hay dos familias comprometidas, son más de dos personas las involucradas. Deseos, gustos, expectativas se multiplican y entrecruzan en función de la cantidad de gente que participa en este acontecimiento.

La pareja es un sistema de dos, es punto de llegada y confluencia de familias anteriores y a su vez punto de partida de una nueva familia. La pareja es una condición necesaria pero no suficiente para constituir una familia. Una pareja recién casada establece una identidad nueva y única, pero dentro de lí­neas generales que trae cada uno de sus miembros de la experiencia en su familia de origen.

Por otra parte, Salvador Minuchin (Terapia de familia, editorial Paidós) define el concepto de inversión en el matrimonio, en relación con aquello que los miembros de la pareja se ven obligados a resignar o abandonar en función del matrimonio: cuando lo que así­ se invierte es demasiado, lo que se va a pretender de esa relación es tanto que las posibilidades de frustración se tornan elevadas.

Definir hoy a la familia no es fácil. La definición clásica ya no alcanza. Irene Loyácono la define así­: Una familia, desde el punto de vista funcional, es toda asociación duradera por vínculos afectivos y económicos que incluya una pareja o adulto en función parental y menores a su cargo, y donde rija el tabú del incesto (es decir que las relaciones sexuales están reguladas por mandatos y prohibiciones).Cada nueva pareja debe crear sus propias normas de funcionamiento, debe lograr acuerdos a veces difí­ciles de obtener, ya que hay aspectos de la formación o de la educación muy arraigados, que cada uno vive como indiscutibles. Existen dos tipos de acuerdo: unos están dados por del marco de normas de cada sociedad y otros son creados por cada pareja.

Parte de la comunicación í­ntima se apoya en sobreentendidos: el dar por supuesto que el otro lo sabe. El deslizamiento del sobreentendido al malentendido es moneda corriente en las relaciones de pareja.

El contrato es individual, afirma Sager: Cada integrante de la pareja actúa como si su propio programa matrimonial fuera un pacto concluido y firmado por ambos; cada cual piensa en su propio contrato, aunque llegue a desconocer partes de él. Agrega: Así­ pues, no son verdaderos contratos sino dos conjuntos diferentes de deseos, expectativas y obligaciones. Cada miembro de la pareja cree que recibirá lo que quiere, a cambio de lo que él le dará al otro. El individuo actúa como si hubiera un contrato real a cuyo cumplimiento estuviese obligado. Cuando no se cumple, es como si se hubiere quebrantado el contrato real. Esto ocurre sobre todo cuando él cree que ha respetado sus obligaciones. Los que trabajamos con parejas en proceso de divorcio sabemos que el concepto de Sager se confirma permanentemente en la consulta: hay momentos en que, mientras uno de los integrantes habla de lo que esperaba del otro y detalla su parte del contrato, vemos cómo el otro lo mira con asombro y desconcierto; en muchos casos llegan a explicitar que es la primera información que tienen acerca de esas expectativas del otro. Esto hace que sea muy difícil buscar acuerdos más objetivos, pues cada uno cabalga en su propio proyecto y nunca trata de confrontarlo con el otro. Remontar esta sucesión de malentendidos no es tarea fácil, pero yo dirí­a que es indispensable para ubicarse en la realidad de cada uno y para poder medir el nivel de desilusión y frustración que produce el que no se cumplan las fantasí­as. Por otra parte es necesario tener presente que, como dice Alberto González (Clí­nica del cambio, Nadir Editores), el concepto de contrato implica necesariamente la definición de la relación.

El encuentro entre dos personas puede ser casual, continúa Alberto González, la elección de pareja puede responder al fenómeno de la fascinación e ilusión, pero la continuidad en el tiempo exige para su comprensión explicaciones de un mayor nivel de complejidad. La interdependencia en el tiempo, además de las convenciones culturales y los mandatos familiares, sólo puede explicarse si exploramos el sentido de anclaje y proyecto recí­proco que tiene en ambos participantes.La relación de pareja es un lento proceso, en el que, al afianzarse la relación, se va diferenciando de su familia de origen, tengo la ayuda del otro y con esa complicidad va superando ese difícil proceso que, en casos de familias muy conflictuadas, es vivido como la peor traición a su familia de origen.

El terapeuta individual clásico y el terapeuta familiar común de nuestra época reafirman el mito cultural de la civilización occidental cuando manejan el área de relaciones intergeneracionales dentro de la familia de origen, como si se tratara de sistemas cerrados. La habitual práctica profesional de relegar las relaciones con la familia de origen al rol de un simple repaso histórico impide que se las tome en cuenta como elemento de estrategias terapéuticas activas. La terapia dialéctica intergeneracional, en cambio, enfoca esta dinámica de relaciones verticales como la más importante fuente de recursos para planificar una estrategia terapéutica.

El terapeuta intergeneracional experimentado sabe que el matrimonio, como tal, es una estructura relacional considerablemente más vulnerable que las relaciones intergeneracionales; en consecuencia, una de sus principales inquietudes consiste en acrecentar las posibilidades de matrimonio o de relaciones con pares, al liberarlas de las oscuras sombras de los estancamientos intergeneracionales.

* Integrante de la comisión directiva de la Sociedad Argentina de Terapia Familiar.

 

 

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