Entre el Ser, el Parecer y la Apatía; en tiempos de la Web

Publicado originalmente en La Columna / El Club de la Efectividad

Hubo un tiempo en que los consumidores debí­an adaptar sus necesidades a la oferta del mercado real. La primera expansión tecnológica democratizó el mercado, porque mostró la conveniencia de fabricar menos unidades con mayor cantidad de variables.

Esto ayudó a cambiar la posición del consumidor en el mercado. Empezó a darse cuenta que podía elegir. Aumentó su exigencia. Para muchos, este dato mejoró, en promedio, la calidad de vida.

Alguien advirtió que era mejor negocio satisfacer las necesidades de un cliente exigente que intentar vender caprichosamente productos y servicios.

Comenzó a proliferar la industria de la investigación y un creciente número de recursos fue volcándose a la tarea de averiguar más acerca de las necesidades y los gustos de los consumidores. Se iniciaba el proceso de hipersegmentación.

La posición del consumidor en el mercado fue consolidándose como el gran decisor y la segunda expansión tecnológica —esta vez aplicada a la transmisión de información— terminó por encaramarlo en el pedestal mayor del mercado.

Sin embargo, ningún proceso se desarrolla en una sola dirección. Así­ como la primera expansión tecnológica auspició un proceso de concentración económica en el que se redefinieron muchos de los actores sociales y sus alianzas internacionales, la explosión informática produjo un proceso asociado de concentración de poder en los dueños de los medios de emisión que —a todas luces— tuvo una velocidad muy distinta de la que se verificó en otras áreas del entramado social.

Acaso este proceso —a juzgar por los efectos que tuvo sobre la sociedad— fue el más importante de los que se hayan verificado en algún segmento de la economí­a, por lo menos en el nivel nacional y quizás hasta regional.

La legislación no fue impactada conceptual ni operativamente por el proceso de expansión informática.

La Educación, la Justicia ni la Salud tampoco lo fueron. La polí­tica, las instituciones del Estado, en general no fueron alcanzadas con igual intensidad por el proceso de democratización informática.

Esta notable asincroní­a adicionó deformaciones importantes en el sistema de relaciones sociales.

Por empezar introdujo una cuota sustanciosa de información apuntada exclusivamente a operar sobre los valores básicos de la sociedad. A crear modelos nuevos, que se acercaran más al perfil de consumo requerido por las necesidades de los grandes actores económicos. Aún a costa de degradar a sabiendas la calidad de la propuesta.

Mucha información dedicada al entretenimiento reemplazó los ya escasos espacios de reflexión.

La cultura —que puede ser leí­da como el pensamiento promedio de la sociedad— comenzó a ser impregnada por una gran cantidad de recursos más construidos desde el impacto de la forma que desde la razón de los contenidos.

Los entretenimientos de raí­z violenta ganaron prácticamente todos los espacios destinados a la recreación.

El mensaje implícito que se emití­a comenzó a recitar: parecer es más importante que ser.

Este discurso —convertido en una verdadera avalancha informática, asociado al proceso de deterioro del valor del trabajo tradicional, y sin antí­dotos eficaces, indujo a la parálisis social, a la desorientación y con ella, a que comenzara a crecer una cierta sensación de impotencia estructural.

El mensaje explí­citamente violento emitido por la industria del entretenimiento —y que el Estado no logra neutralizar, supuestamente en nombre del la libertad de mercado— empalma con la violencia implí­cita del modelo de comunicación imperante, arrasador e invasivo, que puede leerse en los medios.

Esta violencia puede explicarse como la expresión visible de la violencia del modelo económico de concentración y exclusión.

Parecería que el efecto social que esto produce es alguna suerte de apatí­a. Comprensible si se piensa que, en última instancia, la actitud corporal de quien se siente castigado desproporcionadamente, siempre es de recogimiento. Algo así­ como una variación colectiva de nuestro vernáculo desensillar hasta que aclare, que ya conocemos suficientemente bien.

Como sea, este corrimiento que refuerza lo no actuado individual y socialmente, resta espacio a la idea de que el protagonismo encarna alguna posibilidad de cambio. La inscripción que parece haber en el inconsciente colectivo es: un Otro me salvará o se hará cargo de esto. Yo no puedo.

El intento de imbecilización pergeñado desde el poder se comprende cabalmente cuando el discurso oficial sugiere, contra la lógica más elemental del ciudadano común: Lo que yo digo es lo que pasa. Desde hace muchos años nuestros dirigentes polí­ticos nos dicen que las cosas están mejor pero no es eso lo que nosotros vemos. Sentencias como aquel estamos mal pero vamos bien, o la pobreza no existe son solamente botones que nos eximen aquí­ de ofrecer pruebas al canto.

En los últimos 15 años solamente la tasa de desocupación reconocida por el propio Estado trepó más allá del 14 por ciento. Karl Marx creí­a que con el 5% de desocupación, le alcanzaba al capitalismo para mantener el control de los salarios a través del mercado de la oferta de trabajo.

Tampoco aquí­ los procesos son lineales. Este modelo es tolerado desde el Estado mientras no se lesionen sus intereses polí­ticos. Cuando ello sucede, pueden escucharse reclamos tibios, apelaciones a la responsabilidad civil o a la cordura desde los mismos sectores desde donde normalmente se alientan estos procedimientos. Doble discurso enloquecedor que termina realimentando la maquinaria de la apatí­a.

El resultado natural es que la gente no les cree a quienes —en la teoría— deberín ser los guardianes naturales de sus intereses… y acaso por la existencia de algún instinto vengador, asociado al trabajo de unos pocos actores mediáticos ejemplares, hoy los medios son más creí­bles que los gobernantes, los jueces o los educadores.
Esta situación no deja de ser curiosa, aunque construida sobre una lógica consistente: Los medios pueden protegerme del Estado injusto e inoperante.

Justamente aquellos que conforman la caballerí­a del modelo de la imbecilización, pueden mágicamente convertirse en mis defensores. El lobo con piel de cordero.

El Gran Ausente sigue siendo el Yo Protagonista.

En medio de este paisaje caóticamente complejizado aparece Internet con un modelo absolutamente transgresor: Tecnologí­a de alto nivel de sofisticación, al servicio de proposiciones simples. Casi elementales. Comunicación punto a punto. Red de redes.

Para empezar, la gran cuestión del poder, ligada a la obturación de conductas que no convienen al modelo dominante, en Internet no funciona.

El sistema basa su fortaleza fundamentalmente en una configuración horizontal a rajatabla. Nadie es dueño de Internet. Nadie, en consecuencia puede imponer cuestiones, procedimientos, normas éticas, pautas morales, etc. basado solamente en su propia voluntad.

Esto es así­ justamente porque el modelo se construye sobre la inclusión de millones de propias voluntades en situación de igualdad.

Al menos por el momento aparece como imposible en el ámbito de la Web la coexistencia del doble discurso psicotizante que campea en los dominios off-line, del estilo: Somos todos iguales, pero algunos somos más iguales que otros, levantado tantas veces desde la realidad que llamamos analógica, o fuera de la Red.

Y esta es una de las ventajas que debe ser anotada al modelo de la horizontalidad.

La gran cuestión que plantea esta situación es la de si podremos manejar el ser iguales con el cuerpo de paradigmas que hemos venido construyendo mientras el requerimiento real era parecer iguales.

Nada existe hoy tan vivo y tan intangible como la Web. No hay espacio más sensitivo que la Red. No existe territorio más fértil que Internet. Pero para extraerle provecho hace falta admitir que deberemos cambiar. Y que muy probablemente a partir de aquí­, lo permanente no sea otra cosa que el cambio.

Eso significa imprevisibilidad a largo plazo. Significa que para estar a la altura de las circunstancias necesitaremos modelos de aprendizaje permanente y muchí­simo más eficaces que los que hoy conocemos. Modelos de relación con los otros, diferentes de los que hoy utilizamos. Significa que nos necesitaremos a nosotros mismos de una manera diferente. Necesitaremos un Ser mejor del que somos, con un pensamiento más calificado. Menos primitivo en muchos aspectos, sobre todo aquellos relacionados con el manejo de nuestras emociones.

© Daniel I. Krichman. Mayo 2000

 

 

 

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